No hay mucho que contar, sólo que la idea de este espacio es poder demostrar que ya no existen los grandes valores literarios en este mundo, y en su lugar quedamos los amateurs aficionados al whisky y la música de los '70 y los '80 que tratamos de escribir para liberarnos de los pensamientos pasajeros.

lunes, 13 de julio de 2009

Berlín


Estábamos tirados en el suelo con las cabezas apoyadas en el pavimento. Nuestras frentes, raspadas por el alquitrán, lloraban sangre pidiendo clemencia. Los codos doloridos y los dedos machucados por los golpes de los garrotes. Las muñecas maltratadas por las cuerdas que las chamuscaban cual fuego a una hoja seca de otoño. Intentaba ser fuerte para calmar a mi hermano, que luchaba contra la impotencia de no poder moverse por las ataduras. Entre maldiciones y suspiros, una lágrima le besó la mejilla y cayó al asfalto. Le pedí que no tenga miedo, que mantuviera la compostura, y lo hizo. Era un buen muchacho, fuerte y jovial. Tenía cuatro años menos que yo. Le gustaba perseguirme donde sea que me dirigiera y nunca me dejaba solo. Mientras nos revisaban escupió a uno de los cerdos, que lo golpeó con la culata de su rifle. Le dije que lo deje en paz, pero con una risa burlesca volvió a pegarle. Mi hermano perdió el conocimiento. Le grité. El otro uniformado se me acercó. Me dijo que me iba a matar y me callé, entre pensamientos de venganza. Sentí un pinchazo en el cuello, y vi una jeringa que bombeaba una sustancia viscosa por mis venas. Me dormí.

No había luces en aquella fría noche de agosto, cuando nos internamos en la oscuridad. Buscábamos algo para comer, para poder sobrevivir. Recorrimos las ruinas de lo que solía ser un imponente edificio postal, ahora reducido a escombros por una de las tantas bombas que estallaron en esos días negros. Siempre andábamos agachados, por miedo a que nos vieran y nos capturaran para llevarnos a esos lugares donde ellos nos tiran como si fuéramos basura. Rodeamos la capilla que coronaba la calle principal del barrio, escondiéndonos entre los arbustos y los autos quemados. La ciudad estaba devastada, totalmente reducida a un montón de piedras y polvo. Toda nuestra familia había muerto, no nos quedaba más nada que seguir adelante e intentar escapar de la miseria. Pero la penumbra se extendió sobre nosotros cuando las nubes negras taparon la luna. Debíamos cuidarnos de no hacer ruido ni llamar la atención de los guardias que infestaban la calle con sus pestilentes aires de superioridad. Pero las sombras nos atraparon. El crujido de los vidrios esparcidos por el suelo fue nuestra perdición. Nos sorprendieron antes de poder reaccionar, y nos rodearon como si fuéramos criaturas extrañas en un circo. Se reían, gritaban y se regodeaban con sus armas en las manos.

Abrí los ojos y me sentía atontado. Un escalofrío recorrió mi cuerpo como un rayo en medio de una tormenta. El aire, fétido, se volvía cada vez más espeso y costaba respirar. Me puse de pie pero no logré ver nada. Una oscuridad hiriente se alzaba en ese lugar. Un calabozo, supuse. Tenía miedo de hablar, pero no soporté y llamé a mi hermano. Sin respuesta intenté de nuevo, pero era en vano. Mis piernas pesaban y no podía mantenerme parado, y me tiré a llorar. Sentí una mano que acariciaba mi cabeza, pero no quise mirar por miedo. Habló. Era él. Me levantó y me secó las lágrimas. Nos fundimos en un abrazo y ambos lloramos. Por un momento apartamos el sufrimiento y recordamos el pasado, cuando corríamos por las praderas de nuestro abuelo y jugábamos en los arroyos. Por un instante, fuimos libres.

Los gritos se volvían cada vez más fuertes, declaraciones del tormento. Se oían en todas direcciones, viscerales y desgarradores. Los ojos se acostumbraron a la oscuridad. Por la ranura de una de las maderas del calabozo pudimos ver afuera. Alambrados, guardias, nieve, noche, muerte. Filas interminables de gente. Caminaban hacia una luz que brillaba en el centro de un gran patio. Los cerdos estaban por todas partes. Se reían, los golpeaban, los escupían, los humillaban, los maldecían. Y ellos seguían marchando. Hacia un destino letal, brutalmente manipulado por las garras del diablo que se vestía de gris con la esvástica en su pecho. Terrorismo, barbarie, salvajismo, genocidio. Si existió alguna vez un dios, no lo supimos. Pero abandonó ésta tierra hace mucho tiempo.

Se abrió la puerta con un crujido. Entraron para llevarnos a la fila. Avanzamos sin vacilar. Seguimos las huellas de miles como nosotros, que sin entender por qué se entregaron a las ávidas manos de la muerte. Mi hermano me tomó de la cintura mientras caminaba, y me cantó la canción con la que nuestra madre nos hacía dormir. Sonreí por un instante, pero el miedo me dominó. Quebré en llanto mientras me acercaba a la luz. Los gritos eran tapados ahora por un sonido más terrorífico, seco y mortal. Los rifles en hilera, para acabar con nuestro sufrimiento. Las balas de acero, para acelerar la partida. Un paso al frente. El estallido, la luz, los ancestros, el cielo.

Las sombras se apoderaron de todo. En pocos días no quedó nada. La avaricia y el deseo de poder corrompieron a los gigantes, y los gigantes se despertaron. Vinieron en grandes cantidades, con armas destructivas y la ambición demoledora. Fue una peste. La pandemia alcanzó el cielo. El mal sofocó a la vida. La muerte se convirtió en la única ley. Mujeres, niños, abuelos, ancianas, lisiados, homosexuales, negros, amarillos: humanos. La destrucción de la existencia. El destino de los “débiles”. Las filosofías del imperio, la voracidad del infierno. Quemaron y mutilaron, cortaron y aplastaron, violaron y desgarraron. El aire que respiramos se convirtió en veneno. La guerra en el único camino. Los dioses se retorcieron en el limbo del cielo, los demonios se deleitaron en el abismo oscuro. El fuego consumió las vidas, y el viento convertido en gas nos llevó a las tinieblas.