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El primer desgarro fue como una maldición eterna. No había imaginado que podía sentirse tanto dolor. El sudor me quemó la boca mientras dibujaba una cicatriz en mi frente. Imaginé que era un castigo por todos los domingos que no fui a misa para “limpiar” mi alma, por esas discusiones sin sentido defendiendo un ideal con dotes populistas y –claro- por las macanas adolescentes en respuesta a una rebeldía excitante. Pero entendí que iba a morir luego de que mis manos desprendieron la piel de mis mejillas en un intento desesperado por apagar el ardor del rostro. La carne se despegó con tanta facilidad que parecía un muñeco de mazapán. Levanté la mirada en un hálito. Escudriñé entre la noche y las descubrí: estaban ahí, observando, murmurando esa melodía tóxica. Reían. Bailaban y reían al compás de la música que componían los gritos desesperados de un hombre desesperado. Señalaban con arrogancia y desdén mi cuerpo apaleado por ese fuego macabro. Para ellas era como un juego. Se divertían viéndome morir, sufriendo a cada instante el martillo del dolor inmaculado. Ya no era nadie, sólo cenizas.
Desperté sumido en el más profundo aturdimiento. El resquemor producido por tan perverso sueño hizo que me costara esfuerzo recobrar el sentido. La jaqueca suele ser inmisericorde cuando te encuentra vulnerable. Tardó unos minutos en responder el cuerpo, hasta que la resaca de esa pesadilla me golpeó de lleno. Sentí calor en mi estómago y decidí caminar hacia el baño, para ver si una ducha podía cambiar el disgusto. El reflejo en el espejo fue lo más aterrador. La sangre brotaba. Una herida abierta en el pecho. No había dolor, sólo el sonido del corazón latiendo con fuerza. Y la adrenalina. Estaba parado, inmóvil, observando. Con la boca seca y la mirada fija en una imagen horrible. Era el cuerpo de un hombre descomponiéndose de a poco, cercenado por una hoja imaginaria de acero filoso. Los ojos se desorbitan, el rostro empalidece. La pesadilla acaba de empezar. Una y otra vez.