No hay mucho que contar, sólo que la idea de este espacio es poder demostrar que ya no existen los grandes valores literarios en este mundo, y en su lugar quedamos los amateurs aficionados al whisky y la música de los '70 y los '80 que tratamos de escribir para liberarnos de los pensamientos pasajeros.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Narcolepsia

La noche en que ocurrió por primera vez no fue como cualquier otra noche. El frío perforaba los rincones de la ciudad, que se encontraba sumida en un silencio misterioso. Agosto llegaba con aires crudos y el invierno se ensañó en demostrar todo su poder en un solo día. Caminar no me molestaba, pero los suspiros gélidos del viento de madrugada me arañaban el rostro. Con los ojos ceñidos por la leve cortina de humo que subía del cigarrillo, avancé unas cuadras en completa catarsis, intentando descifrar los pormenores de la porfiada vida en este lugar. Había una extraña sensación en el ambiente, como aletargada, lúgubre. Rodeé el descampado donde tiran la basura metálica del vecindario, esa chatarra chamuscada por los rayos de un sol que –en esos momentos- parecía excesivamente distante. La atmósfera apestaba a mugre. Respirar se convertía en un problema por la aspereza de cada aliento, una especie de rugosidad irritante. El alquitrán suele ser traicionero en las laringes. No alcanzaba a entender por qué el aire se tornaba tan pesado, hasta que entre la maleza las sombras lanzaron un movimiento súbito me cortó el aliento. Las oí susurrar entre dientes una canción siniestra que se metió por mis oídos tan rápido como un relámpago. En un segundo me encontré corriendo entre la soledad de las calles una vez más. El aire se tornaba más limpio con cada paso, pero el miedo aún regurgitaba en mi garganta. La bilis expulsó algo más que el líquido que enrojece la vida, y tiñó el asfalto con una arcada.
El primer desgarro fue como una maldición eterna. No había imaginado que podía sentirse tanto dolor. El sudor me quemó la boca mientras dibujaba una cicatriz en mi frente. Imaginé que era un castigo por todos los domingos que no fui a misa para “limpiar” mi alma, por esas discusiones sin sentido defendiendo un ideal con dotes populistas y –claro- por las macanas adolescentes en respuesta a una rebeldía excitante. Pero entendí que iba a morir luego de que mis manos desprendieron la piel de mis mejillas en un intento desesperado por apagar el ardor del rostro. La carne se despegó con tanta facilidad que parecía un muñeco de mazapán. Levanté la mirada en un hálito. Escudriñé entre la noche y las descubrí: estaban ahí, observando, murmurando esa melodía tóxica. Reían. Bailaban y reían al compás de la música que componían los gritos desesperados de un hombre desesperado. Señalaban con arrogancia y desdén mi cuerpo apaleado por ese fuego macabro. Para ellas era como un juego. Se divertían viéndome morir, sufriendo a cada instante el martillo del dolor inmaculado. Ya no era nadie, sólo cenizas.
Desperté sumido en el más profundo aturdimiento. El resquemor producido por tan perverso sueño hizo que me costara esfuerzo recobrar el sentido. La jaqueca suele ser inmisericorde cuando te encuentra vulnerable. Tardó unos minutos en responder el cuerpo, hasta que la resaca de esa pesadilla me golpeó de lleno. Sentí calor en mi estómago y decidí caminar hacia el baño, para ver si una ducha podía cambiar el disgusto. El reflejo en el espejo fue lo más aterrador. La sangre brotaba. Una herida abierta en el pecho. No había dolor, sólo el sonido del corazón latiendo con fuerza. Y la adrenalina. Estaba parado, inmóvil, observando. Con la boca seca y la mirada fija en una imagen horrible. Era el cuerpo de un hombre descomponiéndose de a poco, cercenado por una hoja imaginaria de acero filoso. Los ojos se desorbitan, el rostro empalidece. La pesadilla acaba de empezar. Una y otra vez.