No hay mucho que contar, sólo que la idea de este espacio es poder demostrar que ya no existen los grandes valores literarios en este mundo, y en su lugar quedamos los amateurs aficionados al whisky y la música de los '70 y los '80 que tratamos de escribir para liberarnos de los pensamientos pasajeros.

lunes, 24 de octubre de 2011

Destino

No es fácil. Nada lo es. Nadie te lo dice hasta que te golpea de lleno. O te lo dicen, pero no lo entendés. Escuchás, pero no prestás atención. Te mandás solo, sin mirar. No te importa, no te asusta. Y después lo tenés encima, ya te empapó con su rabia y su maldad. Te noquea un poco. Te parás resentido. Te tiembla el pulso pero intentás mantenerlo firme. Todo es nuevo, y te sorprende. Por ahí le metés un revés y te alivia. Ahora, nunca se quiebra. Y está ahí, mirándote. Se ríe, sarcástico. Frío, hostil. ¿Por qué duele tanto? No te das cuenta. ¿Te quiere matar? No, sólo quebrarte. Y por ahí recordás. Volvés a un momento. Palabras. Lecciones. Consejos. Abrazos. Se va aclarando. No te vas a rendir. Tenés que seguir respirando. Apretás el puño. Le contraatacás. No alcanzás nunca a tumbarlo, no. Sigue ahí, esperando el momento. Quiere derrotarte. Pero dejale en claro que le va a costar toda la vida lograrlo. Luz.











miércoles, 31 de agosto de 2011

Reflejo

El estallido de la puerta lo despertó. Se había recostado unos minutos entre broncas e insultos a quién sabe qué santo. Discutieron por cosas que no tenían sentido, como tantas veces ocurría por esos días. “La paciencia se agota excesivamente cuando uno pasó los sesenta y pico”, pensó. Mientras, le daba un trago largo al bourbon -áspero de tanto resistir entre el polvo y las telarañas de la repisa-. Bajó dispuesto a buscarla y pedirle perdón por irritarse con frecuencia, por gritarle sin amor, por sentirse viejo. Las rodillas no respondían tanto, pero estaba decidido a disculparse. La sorpresa más fea, hiriente, aguardaba serena entre la brisa otoñal. Ella. Tirada, fría, inmóvil. Su cuerpo tenía un color azulado y pálido, bajo un charco rojo y espeso. Aún el aire apestaba a pólvora. Su respiración se cortó de golpe y no atinó ni a llorar. Sentía a su garganta se cerrarse, creyó que le exprimían el corazón.

Intentó gritar, pedir ayuda. Se sentía en un mal sueño. Quiso golpear la pared para romperse la mano y así demostrarse a sí mismo que no estaba ahí, que todo era una broma pesada de su inconsciente. Nada pasó. Tragó saliva. Podía escucharse el pulso. El aire era demasiado pesado. Su garganta carraspeaba. Comenzó a temblar. Los nervios le dolían ya. Sudaba y palpitaba. No podía entender lo que había pasado. Un escalofrío le recorrió la espina cuando se acercó para acariciarla. Ni maldecir quería. “¿Por qué la traté tan mal? ¿Por qué fui tan hijo de puta?”, balbuceó. Ahora estaba muerta, y se había ido sin sentirse querida. La culpa lo invadió. Intentó calmarse, pero era imposible. Tenía que alcanzarla. Encontrarla. Decirle. Abrazarla. Le sacó el fierro de la mano y se lo puso en la boca. Todavía estaba caliente. Apretó el gatillo.

Fue el día que el cielo ennegreció cuando comenzó a ver la triste realidad. Las nubes grisáceas taparon lo poco de dichoso que le quedaba a su vida. Él podaba las últimas ramas del enorme árbol que adornaba el patio del penal, grandioso y amenazante. Ese centenario sequoia de tronco obeso y rojizo, para él, era malvado. Durante años se intimidó por la inmensidad de la copa, adornada por los miles de brazos imponentes que sostenían el techo verde pastel. En pleno día, con el sol en lo más alto, se podía sentar en la galería de su pabellón para contemplar el baile de las hojas y los rayos luminosos que las atravesaban, un vitró tornasolado cada vez que soplaba el viento. Ya hacía quince abriles había despedido a su amor. Siempre supo que la extrañaría hasta el día en que el destino piadoso lo llevaría nuevamente a sus brazos. Tenía el rostro desfigurado. La bala le había desgarrado la carne. Lo condenaron. Le dijeron que la había matado. Y la había matado. Le había quitado sus sueños. La había descuidado. Le impidió sonreír, sentir amor. Le pegaba. Sin la mano, con su silencio. La odiaba y la quería. La envidiaba. Le temía. La había matado, sin apretar el gatillo.

El sol entra por la ventana, ilumina la celda y calienta las paredes. La piel, reseca por el frío del invierno, parece resquebrajarse mientras se lleva las manos al rostro. Otro largo día empieza entre lamentos y sollozos. Los pies son más pesados que hace unos años. Las lágrimas trazaron autopistas en sus mejillas. No le queda nada. Solo el aire que respira, y un rostro para ver en el espejo.










D.

sábado, 27 de agosto de 2011

Quisiera..

Quisiera ser más fuerte
Tener carácter áspero
Caminar erguido
Correr en libertad
Quisiera tener alas
Volar entre suspiros
No temerle a nada
Marcar mi destino
Quisiera caer
Sentir el vértigo
Gritar fugazmente
Haber desvanecido
Quisiera recordar
Volver a esos lugares
Celebrar memorias
Llorar en silencio
Quisiera dormir
Recorrer los mundos
Pasar inadvertido
Soñar horizontes perdidos
Quisiera viajar
Huir de esta tierra
Reirme sin sentido
Acariciar los caminos
Quisiera levantarme
Probarme a mi mismo
Engañar al barquero
Jugar siempre limpio
Quisiera ser salvaje
Vencer mis miedos
Retar al tiempo
Perderme en el espacio


D.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Narcolepsia

La noche en que ocurrió por primera vez no fue como cualquier otra noche. El frío perforaba los rincones de la ciudad, que se encontraba sumida en un silencio misterioso. Agosto llegaba con aires crudos y el invierno se ensañó en demostrar todo su poder en un solo día. Caminar no me molestaba, pero los suspiros gélidos del viento de madrugada me arañaban el rostro. Con los ojos ceñidos por la leve cortina de humo que subía del cigarrillo, avancé unas cuadras en completa catarsis, intentando descifrar los pormenores de la porfiada vida en este lugar. Había una extraña sensación en el ambiente, como aletargada, lúgubre. Rodeé el descampado donde tiran la basura metálica del vecindario, esa chatarra chamuscada por los rayos de un sol que –en esos momentos- parecía excesivamente distante. La atmósfera apestaba a mugre. Respirar se convertía en un problema por la aspereza de cada aliento, una especie de rugosidad irritante. El alquitrán suele ser traicionero en las laringes. No alcanzaba a entender por qué el aire se tornaba tan pesado, hasta que entre la maleza las sombras lanzaron un movimiento súbito me cortó el aliento. Las oí susurrar entre dientes una canción siniestra que se metió por mis oídos tan rápido como un relámpago. En un segundo me encontré corriendo entre la soledad de las calles una vez más. El aire se tornaba más limpio con cada paso, pero el miedo aún regurgitaba en mi garganta. La bilis expulsó algo más que el líquido que enrojece la vida, y tiñó el asfalto con una arcada.
El primer desgarro fue como una maldición eterna. No había imaginado que podía sentirse tanto dolor. El sudor me quemó la boca mientras dibujaba una cicatriz en mi frente. Imaginé que era un castigo por todos los domingos que no fui a misa para “limpiar” mi alma, por esas discusiones sin sentido defendiendo un ideal con dotes populistas y –claro- por las macanas adolescentes en respuesta a una rebeldía excitante. Pero entendí que iba a morir luego de que mis manos desprendieron la piel de mis mejillas en un intento desesperado por apagar el ardor del rostro. La carne se despegó con tanta facilidad que parecía un muñeco de mazapán. Levanté la mirada en un hálito. Escudriñé entre la noche y las descubrí: estaban ahí, observando, murmurando esa melodía tóxica. Reían. Bailaban y reían al compás de la música que componían los gritos desesperados de un hombre desesperado. Señalaban con arrogancia y desdén mi cuerpo apaleado por ese fuego macabro. Para ellas era como un juego. Se divertían viéndome morir, sufriendo a cada instante el martillo del dolor inmaculado. Ya no era nadie, sólo cenizas.
Desperté sumido en el más profundo aturdimiento. El resquemor producido por tan perverso sueño hizo que me costara esfuerzo recobrar el sentido. La jaqueca suele ser inmisericorde cuando te encuentra vulnerable. Tardó unos minutos en responder el cuerpo, hasta que la resaca de esa pesadilla me golpeó de lleno. Sentí calor en mi estómago y decidí caminar hacia el baño, para ver si una ducha podía cambiar el disgusto. El reflejo en el espejo fue lo más aterrador. La sangre brotaba. Una herida abierta en el pecho. No había dolor, sólo el sonido del corazón latiendo con fuerza. Y la adrenalina. Estaba parado, inmóvil, observando. Con la boca seca y la mirada fija en una imagen horrible. Era el cuerpo de un hombre descomponiéndose de a poco, cercenado por una hoja imaginaria de acero filoso. Los ojos se desorbitan, el rostro empalidece. La pesadilla acaba de empezar. Una y otra vez.

lunes, 13 de julio de 2009

Berlín


Estábamos tirados en el suelo con las cabezas apoyadas en el pavimento. Nuestras frentes, raspadas por el alquitrán, lloraban sangre pidiendo clemencia. Los codos doloridos y los dedos machucados por los golpes de los garrotes. Las muñecas maltratadas por las cuerdas que las chamuscaban cual fuego a una hoja seca de otoño. Intentaba ser fuerte para calmar a mi hermano, que luchaba contra la impotencia de no poder moverse por las ataduras. Entre maldiciones y suspiros, una lágrima le besó la mejilla y cayó al asfalto. Le pedí que no tenga miedo, que mantuviera la compostura, y lo hizo. Era un buen muchacho, fuerte y jovial. Tenía cuatro años menos que yo. Le gustaba perseguirme donde sea que me dirigiera y nunca me dejaba solo. Mientras nos revisaban escupió a uno de los cerdos, que lo golpeó con la culata de su rifle. Le dije que lo deje en paz, pero con una risa burlesca volvió a pegarle. Mi hermano perdió el conocimiento. Le grité. El otro uniformado se me acercó. Me dijo que me iba a matar y me callé, entre pensamientos de venganza. Sentí un pinchazo en el cuello, y vi una jeringa que bombeaba una sustancia viscosa por mis venas. Me dormí.

No había luces en aquella fría noche de agosto, cuando nos internamos en la oscuridad. Buscábamos algo para comer, para poder sobrevivir. Recorrimos las ruinas de lo que solía ser un imponente edificio postal, ahora reducido a escombros por una de las tantas bombas que estallaron en esos días negros. Siempre andábamos agachados, por miedo a que nos vieran y nos capturaran para llevarnos a esos lugares donde ellos nos tiran como si fuéramos basura. Rodeamos la capilla que coronaba la calle principal del barrio, escondiéndonos entre los arbustos y los autos quemados. La ciudad estaba devastada, totalmente reducida a un montón de piedras y polvo. Toda nuestra familia había muerto, no nos quedaba más nada que seguir adelante e intentar escapar de la miseria. Pero la penumbra se extendió sobre nosotros cuando las nubes negras taparon la luna. Debíamos cuidarnos de no hacer ruido ni llamar la atención de los guardias que infestaban la calle con sus pestilentes aires de superioridad. Pero las sombras nos atraparon. El crujido de los vidrios esparcidos por el suelo fue nuestra perdición. Nos sorprendieron antes de poder reaccionar, y nos rodearon como si fuéramos criaturas extrañas en un circo. Se reían, gritaban y se regodeaban con sus armas en las manos.

Abrí los ojos y me sentía atontado. Un escalofrío recorrió mi cuerpo como un rayo en medio de una tormenta. El aire, fétido, se volvía cada vez más espeso y costaba respirar. Me puse de pie pero no logré ver nada. Una oscuridad hiriente se alzaba en ese lugar. Un calabozo, supuse. Tenía miedo de hablar, pero no soporté y llamé a mi hermano. Sin respuesta intenté de nuevo, pero era en vano. Mis piernas pesaban y no podía mantenerme parado, y me tiré a llorar. Sentí una mano que acariciaba mi cabeza, pero no quise mirar por miedo. Habló. Era él. Me levantó y me secó las lágrimas. Nos fundimos en un abrazo y ambos lloramos. Por un momento apartamos el sufrimiento y recordamos el pasado, cuando corríamos por las praderas de nuestro abuelo y jugábamos en los arroyos. Por un instante, fuimos libres.

Los gritos se volvían cada vez más fuertes, declaraciones del tormento. Se oían en todas direcciones, viscerales y desgarradores. Los ojos se acostumbraron a la oscuridad. Por la ranura de una de las maderas del calabozo pudimos ver afuera. Alambrados, guardias, nieve, noche, muerte. Filas interminables de gente. Caminaban hacia una luz que brillaba en el centro de un gran patio. Los cerdos estaban por todas partes. Se reían, los golpeaban, los escupían, los humillaban, los maldecían. Y ellos seguían marchando. Hacia un destino letal, brutalmente manipulado por las garras del diablo que se vestía de gris con la esvástica en su pecho. Terrorismo, barbarie, salvajismo, genocidio. Si existió alguna vez un dios, no lo supimos. Pero abandonó ésta tierra hace mucho tiempo.

Se abrió la puerta con un crujido. Entraron para llevarnos a la fila. Avanzamos sin vacilar. Seguimos las huellas de miles como nosotros, que sin entender por qué se entregaron a las ávidas manos de la muerte. Mi hermano me tomó de la cintura mientras caminaba, y me cantó la canción con la que nuestra madre nos hacía dormir. Sonreí por un instante, pero el miedo me dominó. Quebré en llanto mientras me acercaba a la luz. Los gritos eran tapados ahora por un sonido más terrorífico, seco y mortal. Los rifles en hilera, para acabar con nuestro sufrimiento. Las balas de acero, para acelerar la partida. Un paso al frente. El estallido, la luz, los ancestros, el cielo.

Las sombras se apoderaron de todo. En pocos días no quedó nada. La avaricia y el deseo de poder corrompieron a los gigantes, y los gigantes se despertaron. Vinieron en grandes cantidades, con armas destructivas y la ambición demoledora. Fue una peste. La pandemia alcanzó el cielo. El mal sofocó a la vida. La muerte se convirtió en la única ley. Mujeres, niños, abuelos, ancianas, lisiados, homosexuales, negros, amarillos: humanos. La destrucción de la existencia. El destino de los “débiles”. Las filosofías del imperio, la voracidad del infierno. Quemaron y mutilaron, cortaron y aplastaron, violaron y desgarraron. El aire que respiramos se convirtió en veneno. La guerra en el único camino. Los dioses se retorcieron en el limbo del cielo, los demonios se deleitaron en el abismo oscuro. El fuego consumió las vidas, y el viento convertido en gas nos llevó a las tinieblas.

miércoles, 6 de mayo de 2009


El viaje
He de partir hacia un lugar desconocido y la incógnita se posa en un horizonte distante. Sin más equipaje que mis pecados y penurias emprendo viaje y no miro atrás. Ya no tengo miedo de lo que pueda ocurrir, me dejo llevar por el deseo de recorrer los caminos interminables del fin. Cierro los ojos y siento la brisa golpear justo en mi cara. Desandando rutas de esta inescrupulosa vida me encuentro ahora, luego de recibir el cálido abrazo del destino que me invitó a merodearla.
En el camino que se asoma a la distancia me espera un futuro incierto y traicionero, pero avanzo sin vacilar sobre las rocas maltrechas y corroídas por el tiempo. Me encuentro a mi mismo cansado. Una parte de mi ser me ruega que me detenga, pero mis pies continúan viajando como si se dirigieran a un paraíso oculto.
Un penetrante frío me azota de repente. El invierno de mi vida se acerca. Con él, los apesadumbrados brazos del dolor me rodean esperando mi rendición. Los oscuros labios de la nostalgia me alcanzan en un instante. Son dulces e invitan a la tentación. Los probé alguna vez y me hice adicto a ellos. Quiero escapar pero algo me detiene. Voy a pie, a paso lento, recorriendo con cautela los trayectos de mi mente y contemplando los rincones más recónditos de la conciencia. Me cruzo con algún recuerdo de mi pasado y la memoria juega conmigo: veo tardes amparadas en la felicidad de las amistades preservadas con el tiempo. Una sonrisa se dibuja en mi rostro, pensando en esos momentos que quedaron inmortalizados en mi piel. Comprendo que dentro de esta gran y extraña ilusión que es la vida hay pasajes de felicidad, que te alisan el sinuoso camino que cuesta vivirla. Las lágrimas se desprenden ahora de mis ojos apreciando la belleza del destino crepuscular. Recorren mis mejillas buscando el suelo. Escucho el plácido canto del viento que me alza y me lleva a cabalgar con las estrellas. El cielo está llorando. Y yo nunca volveré.

miércoles, 22 de abril de 2009

Raíces

Cada gota de lluvia que cae sobre mí me acerca más a la felicidad, como si el lamento del cielo significara el final de una vida de sollozos y el comienzo de algo más profundo. No puedo mojarme y camino a través de las ciénagas del destino que me espera con sus brazos abiertos. Me pregunto si de verdad se acerca el desenlace de nuestra historia. A lo largo del tiempo, aprendí a aplacar el sufrimiento con otros placeres, pero nada me permite dejarte atrás aunque así lo quiera.
El extraño deseo de sentirme libre me llena el corazón. Sin embargo, no puedo escapar de esta prisión que me encierra cada vez más en un laberinto oscuro. En la penumbra veo tu rostro permanentemente y sonrío, como si los recuerdos fueran una especie de cura para mi dolor y tus ojos la lumbre que me guía hacia el cielo. El suave murmullo de tu piel se convierte en canción y me lleva lejos de este lugar, deseando encontrar la llave de esa puerta escondida que llega a tu interior.
El frío desciende por mi cuerpo cuando te pienso, y me desgarra la piel como cuchillas afiladas atacando la carne con sus hojas de acero helado. Quisiera hallar la forma de olvidarte, quisiera poder liberar mi mente de los pensamientos que me acercan a recordarte. Continúa lloviendo y mis lágrimas se confunden con el agua que cae del cielo majestuoso. Es un día gris y solitario, perdido entre tragos de whisky y melodías afables.
Me pregunto a qué vinimos a este mundo sino a transitar los caminos de la vida guiados por la incertidumbre y el miedo, reinados por la inseguridad que genera no saber qué es lo que nos depara el destino. Los momentos en que la razón deja de ser efectiva es cuando resulta sensato escuchar al corazón. Tu sonrisa me enseñó a escapar. Me ayudó a levantarme cuando la esperanza se desmoronó por completo y sólo quedaron las dudas de lo que podría haber pasado. Fuiste una luz entre tanta oscuridad.

D.S.